Es un acontecimiento irrepetible lo de todos los años; lo de mirarnos a los ojos, pelear con saña de resentidos y mirar con deseo libidinoso de nuevo alcohólico la botella de whisky que espera su momento en la vitrina. Los buenos deseos y los atracones compulsivos, la ingesta descomunal, la masticación de los alimentos con amor cocinados por una brava e increíble resistencia que no alcanzo a comprender; el esfuerzo por esmerarse en la preparación culinaria como una forma de purificar el alma humana el día en el que dicen que nació el redentor. No pertenezco a esa categoría, no sé si decir numerosa, de amantes de la Navidad, pero mientras escribo esta columna de opinión escucho villancicos en modo anglosajón en la voz cristalina de Mariah Carey. Tiempo hace que no me declaro antinada, sin embargo, no tengo el coraje suficiente para felicitar las fiestas con ese cinismo navideño de buen encaje en la cursilería publicitaria de la sociedad de consumo.
Me gusta la Navidad más allá de la electrónica que vende MediaMarkt y del panetone gigante y esponjoso con pasas y trocitos de chocolate. Me gusta la Navidad, pero detesto la ceremonia del encendido de los alumbrados navideños en ciudades, pueblos, comarcas, villorrios, aldeas y caseríos de toda España. Alcaldes y alcaldesas han traído la luz a nuestras vidas, toda una proeza en un país como el nuestro, que se rompe por los cuatro costados harto del socialcomunismo sanchista, aunque los buenos datos del empleo y las subidas salariales confirmen que el tirano psicópata no es ni será jamás, tan malo como se creen algunos. El presidente Pedro debe abandonar el bastón de mando y La Moncloa, para dar paso a la oscura guadaña de la España casposa de pijos aspiracionales, toros, coñac, cafelito, puro, buenas hembras y masculinidad testosterónica, en la que los hombres nos vestimos por los pies y mariconadas las justas. La España franquista y tardofranquista, recatada, malfollada y sanguinaria asoma el hocico, la pata derecha, medio cuerpo y amenaza con instaurar un orden perfectamente desaconsejable. Pero mejor dejo de hablar de política, que estamos en Navidad y la Navidad es la necesidad de sentir la gesta memorable de la magia, porque, al fin y al cabo, somos niños grandes a los que les atrae el escaparate de la alegría social para jugar a un juego que ya hemos olvidado, justamente porque dejamos de ser niños hace ya mucho tiempo.
Siento un nulo interés por la exteriorización narcisista de la felicidad, al modo en el que la felicidad es expresada en estas fechas navideñas tan entrañables, a través de un estado de WhatsApp para hacerle creer a no sé quién, al que le importas un pimiento, lo feliz que manifestas ser. La esencia de la Navidad desapareció anulada por los balances de ventas gracias a los cuales comen no pocas familias que trabajan en el comercio. Desapareció la esencia de la Navidad por la superoferta tentadora a las 6 de la tarde de un 24 de diciembre en un escaparate de El Corte Inglés y por el gorrito de Santa Claus en la cabeza de una cajera del Mercadona, con un luminoso pompón que se enciende y se apaga permanentemente.
Somos habitantes de un mundo absurdo en el que amplificamos conscientemente nuestra inofensiva idiotez, esa que es consustancial a la presencia humana sobre la Tierra y que llega a ser incluso divertida. Yo tampoco me libro de la idiotez, por supuesto, ejemplar díscolo de pensamiento crítico que también patina y cae al suelo y se ríe de sí mismo y se ríen los demás de mí, con total seguridad.
Hacer de cualquier cosa un evento espectacular y conmovedor. Testigos pasivos que recuerdan con emoción el momento previo en el que se hace un gran silencio popular y tiemblan los cuerpos y se mojan levemente los ojos y los brazos se elevan y en una mano un teléfono móvil que está a punto de capturar el instante en el que miles de bombillas de colores se encienden al activar, el dedo índice de un alcalde o alcaldesa, un simple interruptor. En la Navidad de antes no había que hacer nada, ni fingir felicidad, ni los alcaldes y alcaldesas hinchaban el pecho para tomar aire eufórico segundos antes del encendido del alumbrado navideño. Antes, simplemente salías a la calle el 1 de diciembre y los miles de bombillas en forma de estrella, reno, Papá Noel, encaramadas a las farolas o extendidas entre las cornisas de los edificios estaban ahí, encendidas. La Navidad sin redes sociales, sin retransmisiones públicas de la vida privada y para todos. La Navidad de antes era la normalidad más normal del mundo, la casa materna en la que mi padre, pobrecillo, sufría un misterioso síntoma el día de Nochebuena para enfadarse por todo y sin motivo. Comíamos, brindábamos, escuchábamos música, comíamos turrones después de la cena, en familia, y se cumplía una tradición hermosa por su sencillez. Esta Navidad de ahora, de pose, languidez emocional, pereza y felicidad que es felicidad solo si se hace pública; una extensión enfermiza de nuestra condición de rehenes del yo. Convertimos la Navidad en una montaña de infumable ingravidez, ingrávidos e insustanciales como somos, en días tan conmovedoramente señalados como los que se nos vienen encima.
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