Todo aquel que no apoye, apruebe o se adhiera a mi confabulación mental, legítima subjetividad de enajenado, a mi estrechez de miras y a mi falta de cintura para sortear el oleaje de mi propia incongruencia será llamado ignorante. Soy el proveedor de productos gastronómicos sin gusto e inventor atribulado de los cielos más grises del universo, porque yo vine, cual mesías que desciende por un tobogán de luz cuidadosamente engrasado, a salvar al rebaño de ovejas blancas de la inmundicia y la mediocridad. El complejo de oveja negra está claramente sobrevalorado, alimenta la robustez del germen inicial de la monstruosa envidia genocida; una forma de odio que acaba destruyendo las relaciones humanas. Más que una virtud es un defecto creerte mejor por sentirte diferente, y ponerte el mono de trabajo de crítico mamporrero que golpea para iluminar a los tontos con tu verdad absoluta. El verdadero crítico no es un terrorista de la palabra, es un impulsor de la clarificación y la mesura, un sujeto generoso que acaba conciliando posturas y entendiendo los sentimientos de sus presuntos agraviados. Se trata de un juego profundo y democrático y, por consiguiente, humanizante. Mis verbos son contundentes, sí, y también la voz de mi padre difunto con su degradada autoridad que me dice en formato alucinación sentimental: “Hijo, ¿qué ganas tú con todo esto?”. Me gusta soliviantar a los abusones, padre, es una forma de sanar, más que dignamente, mi condición de supuesto abusado histórico.
Enrojecer las pieles sanas de los más enterados de la clase es mi entretenimiento favorito. Verlos en un sofocante aprieto cuando les llevas la contraria. Perfiles bajos de íntegra moral que procuraron la vigencia del discursillo de tres folios mal escritos con el que dieron por hecho que cualquier intervención del Estado en emergencias climáticas tipo danas, erupciones volcánicas o crisis sanitarias de gran impacto, es un error que limita la libertad del ciudadano en un país libre, porque “el pueblo salva al pueblo”; ese speech interesado que no es más que un canto a una fórmula de romantización barata que inventaron los ultras de Vox para hacernos creer que las crisis que golpean una nación pueden resolverse adelgazando el Estado, y que este, no intervenga lo suficiente en la protección de la población ante desastres de carácter natural o sanitario. Para estos catedráticos en burrología, son un problema y estorban, los políticos, las instituciones democráticas, organizaciones no gubernamentales como Cáritas o Cruz Roja, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y todos aquellos que deben gestionar o administrar la seguridad y protección de un país. En esa intencionada degradación del orden establecido y democrático, con todas sus fallas y elegido por nosotros para que no acabar arrancándonos la cabeza los unos a los otros, hay odio. Siempre será más fácil odiar que ejercer el derecho a la réplica y a la reclamación, exigiendo a los que ocupan amplias áreas de poder e influencia, que mejoren sus respectivas gestiones sobre danas, pandemias o erupciones volcánicas. Pero esta opción, plausible, altamente recomendable y que atempera los ánimos y las ansias primitivas de revancha, no la contemplan los que han venido para destruirlo todo.
Se acaba de cumplir el cuarto aniversario del inicio de la erupción volcánica en La Palma. Me pregunto cómo es posible que haya quienes continúen percutiendo contra las Administraciones públicas por la gestión de la mayor catástrofe natural que ha sufrido la isla de La Palma en su historia. Cómo es posible asistir al bochorno de la obcecación que descansa sobre el colchón mugroso de la irresponsabilidad casi criminal de los que tenían que haber avisado del inminente inicio de la erupción y no lo hicieron. La disconformidad de cierta parte de los afectados se ha convertido en un frontón de reivindicaciones que únicamente les devuelve silencio, cuando es más útil mirar hacia el futuro repasando lo que se hizo mal para no repetirlo, mientras guardamos una respetuosa memoria de lo ocurrido.
Cómo es posible que los recién llegados al convite palmero de la política, nacidos de la mente de un maestro experto en corte y confección de Disney, le pongan a un potencial, pero improbable electorado, ojitos tiernos que buscan un flechazo de amor a primera vista para no tener que cerrar demasiado pronto el ventorrillo de los pasquines, las promesas y el reel de salón con subtítulos muy chulos y a todo color. Ellos son parte del gremio alegre que cree que la política es algo circunscrito y soportado por la velocidad meteórica de los mensajes transmitidos a través de la red social Instagram.
Cómo es posible que un Centro Vulcanológico Nacional aparezca en la mente de nuestros políticos igual que un abrumador edificio con grandes letras en su fachada principal, ideal para una foto de familia en la que figuren presidentes, consejeros, concejales, directores generales, alcaldes y alcaldesas, mientras el vulgo, dígase el pueblo que se traga un nuevo debate estéril, se posiciona a favor de que dicha entidad, dedicada al monitoreo y vigilancia volcánica, esté solo y exclusivamente en territorio patrio palmero. Defensa sostenida en unos argumentos que no terminan de quedarme claros. Una corriente de opinión a favor que evoca un deseo infantil de reconocimiento y de ganar una partida histórica del pequeño sobre el grande. En esta devastadora simplificación estamos. En ella vivimos.
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