Las barricadas de la frustración

Por honestidad conmigo mismo, solo diré lo que pienso. No soy el tradicional opinador que enjuicia y cree que ha descubierto una verdad revelada mientras se autodefine como superdotado; no soy tan ingenuo. Soy el producto de la herencia y la cultura de unos valores que vinieron atravesando el tiempo hasta encontrarse conmigo. Pero los de la verdad revelada, nuevos conquistadores de la razón sin corazón, son los de siempre: intelectuales que insisten en el valor de lo que pronuncian con pegajosa gravedad metálica y a los que les da miedo el encuentro cuerpo a cuerpo con los de la orilla divergente. Abundan en la vida lánguida de los objetores permanentes, dispuestos a hacer uso del rotulador fluorescente para marcar por escrito a enemigos acérrimos, observando el mundo que les rodea y a ellos mismos solo a través del filtro de la ideología, sea cual sea. La academicista postura, el alarde decimonónico, el machista pero culto hombre de bien. No son otra cosa más que una amenaza moral contra la moral de otros como yo, igualmente simpáticos con la izquierda, por ejemplo, y que intentan no sucumbir en el espacio de los parecidos razonables que tenemos generalmente con aquello que criticamos, que no es poco. Resumiendo: el futuro alegre y halagüeño está en el despelote literal, en la borrachera inspiradora de la mueca y el humor, en bajarse los pantalones hasta los tobillos cuando el cierre de la bragueta incomoda tanto que te cuesta pensar con soltura.

Estoy directamente sobrepasado por los rectores del pensamiento único en La Palma tras el trauma de la erupción volcánica. Un máster en homilías sectarias, en discursos unicelulares que favorecen la proliferación de bacterias y protozoos. Gente “chunga” que procede de algo tan humano como el dolor de la pérdida y el sufrimiento indecible que te chilla al oído, intentando hacerse entender a través de un lenguaje violento de francotiradores, y todo ello sucede cuando se te ocurre afirmar que es una locura egoísta querer volver a construir exactamente sobre la colada. Una voz única y un relato aún más inquietante, en el que excluyen, sumidos en una tosca exteriorización de un lenguaje propio de terroristas del verbo, al resto de afectados por la erupción volcánica que no comulgan con su bien armada teoría de la crispación.

No necesitar aplauso ni absolución es el soñado paraíso residencial en el que vivir. Pero hay a quienes les molesta que uno sea mayor de edad desde hace ya 33 años y haya aprendido hace tiempo a pensar por sí mismo. Ni el partido político, ni lo políticamente correcto, ni la institución de la familia, ni los entornos laborales me teledirigen acciones y pensamientos, y lo mejor, me siento en el derecho a expresar aquellas opiniones que a los santos mártires cabreados después de la devastación y la catástrofe tanto les enerva cuando les dices que, a pesar de los errores, algunos graves, hay que seguir creyendo en la ciencia y en las Administraciones públicas porque, por muy defectuoso que sea el régimen democrático, lo contrario a este ya sabemos lo que es: la barbarie.

Desde la razón del orden cívico y la aportación de todos, distanciándonos de las barricadas humanas de impetuosa visceralidad, ejecutaremos mejores respuestas en próximas crisis. Porque nada causa más rechazo cuando estamos tristes que la contundencia de los titulares y el agrio embate de los maximalismos, aunque la política, pasada la gestión de momentos terribles como el de la erupción volcánica en La Palma, sea reacia a la contemplación y análisis de los propios errores. La intervención del Estado a través de las Administraciones públicas, con mayor o menor acierto, evita el frío y la intemperie cuando parece que absolutamente todo se derrumba. Pero es fácil, y tal vez más irrelevante, pensar que sí, que el pueblo salva al pueblo, y abrazar perdidos el discurso ultra antiestablishment. Un río sobre el que navegar en una huida hacia delante.

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