Tenemos un problema

El 4 de septiembre, Mario Suárez publicó un artículo de opinión en La Palma Ahora en el que se oponía a las declaraciones de Santiago Abascal, quien expresó su deseo de hundir el barco de rescate de la ONG Open Arms, actualmente en Tenerife. Su llamamiento, dirigido a sus conciudadanos canarios, va directo al grano: ¿cómo se pueden defender posiciones tan racistas, teniendo en cuenta la historia de Canarias, marcada por la huida y la búsqueda de una vida mejor? ¿Cómo se puede desear la muerte a personas que solo buscan una vida mejor, cuando muchos de ellos tienen aquí familiares que no hicieron otra cosa que subirse a un barco para escapar de la pobreza?

Este llamamiento a recordar la propia historia para comprender la situación de los migrantes puede resultar muy útil. Sin embargo, también puede llevarnos a creer que, aquí en Canarias, somos inmunes al racismo. Aunque es de agradecer que el señor Clavijo critique públicamente las declaraciones del principal referente racista de VOX, resulta llamativo que existan varios ayuntamientos en Canarias donde su partido colabora con esta formación. Esta colaboración contribuye a normalizar el racismo de la extrema derecha. Y ahí radica un gran problema: el racismo se considera a menudo una opinión y, como buenos demócratas, creemos que debemos respetar las opiniones ajenas.

Sin embargo, el racismo no es una opinión, sino un delito moral. Clasificar a las personas según su origen, género o sexualidad no es una postura legítima, sino simplemente odio. En lo que respecta a la homofobia y los derechos de las mujeres, como sociedad hemos avanzado mucho: nos indignamos ante comentarios de este tipo, y la política también intenta enviar señales claras. Pero con el racismo es diferente: simplemente miramos hacia otro lado, o incluso lo justificamos, porque “hay tanta gente que llega a nuestro país en barco”. Internet está lleno de comentarios repugnantes, que también serían punibles en España, pero culpamos a las redes sociales y no vemos que son nuestros propios vecinos quienes difunden ese odio. Nos acomodamos y nos tranquilizamos diciéndonos que todos ellos son “idiotas incultos” que aún tienen que madurar de alguna manera.

Lo que está sucediendo ahora me recuerda a mi juventud en Alemania, época conocida hoy como “los años de los bates de béisbol”. Había zonas donde los radicales de derecha ganaron rápidamente la partida. Y todavía existen lugares donde es mejor no salir por la noche si no se tiene un aspecto “muy alemán”. Ha habido muertos: personas que ardieron en sus casas por no tener el origen “adecuado”. Y esto también empieza a ocurrir en España. No solo los racistas desean sin pudor la muerte por ahogamiento de sus semejantes en Internet, sino que además los deshumanizan por completo llamándolos “cucarachas”.

En Torre Pacheco se persigue a personas. Aquí, en La Palma —más concretamente en El Paso, el pueblo donde vivo desde hace casi 15 años— se pintan esvásticas en las puertas. Pasan varios meses hasta que la historia se hace pública. Pero lo que ocurrió allí no es vandalismo, sino un ataque deliberado contra las personas que viven detrás de esas puertas. No son chicos despistados seducidos por las malvadas redes sociales, sino racistas.

Cuando ocurre algo así, ya no podemos decir que no tenemos ningún problema con el racismo. Este existe, y no solo por la noche, con el spray, sino también en la vida cotidiana, cuando se habla de forma despectiva de los marroquíes. Si como sociedad lo aceptamos, lo normalizamos y aceptamos el desprecio hacia los seres humanos como una opinión más. Los racistas acabarán convencidos de que aquí también se perseguirá a los canarios, como en Torre Pacheco. Hace unos años, allí también todos afirmaban que algo así era impensable. Por eso, falta una reacción adecuada, también por parte del ayuntamiento.

No basta con pedir que se denuncie; como sociedad, debemos levantarnos y dejar claro que no aceptamos el odio hacia las personas ni el racismo. Esto es una tarea que debe asumir cada individuo, pero también las instituciones correspondientes, del mismo modo que hacemos con la misoginia y la homofobia.

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