Llegas a una orilla inesperada tras décadas nadando en un mar no siempre en calma. Sobrepasar el medio siglo es un acto de aceleración de los años que me deja ojiplático y receloso. Comienza el desfile de fantasmas mentales, activándose el mecanismo de materialización de una nebulosa de temores en algo concreto y reconocible. Pero tranquilos, tengo la estrategia perfecta para no hincar la rodilla y sentirme abatido: reducir las expectativas para vivir el instante. Todo lo que no sea eso, cuento chino.
Sin que te hayas dado cuenta, aquellos tipos roncos por dentro, de mirada intensa o ausente, salpicada de mal humor y escepticismo que observabas sin comprender nada en tu incipiente primera juventud, son los seres anímicamente aborrecibles en los que te has convertido. Ahora tú eres uno de ellos. Somos tantos personajes en una sola vida que resulta extraño insistir en querer odiar. La vida es una jugarreta del paso del tiempo que trae un optimismo escuálido; toda una revelación incómoda para un idealista como yo, que no sabe aceptar los contratiempos que no estaban previstos. El mundo de las ideas es un lastre. La configuración de las convicciones, otro lastre. La verdad de las cosas es relativa, y relativa es, la existencia inmaculada de los buenos pensamientos, y tampoco es el fin del mundo.
Toda esta parafernalia verbal de la que hago gala puede que sea la proyección distorsionada de diversos temores que se le presentan a un hombre cuando cumple más de 50. Y ahora es cuando entran en escena los promotores de la frase hecha, para espetarte, a cara descubierta, que la edad no es más que un número. Omiten la densa profundidad de la trayectoria y rebuscan entre escombros la coartada para montar la película de saldo que tiene como principal argumento que la vida es una aventura incansable e incombustible. Es la corriente filosófica del Carpe Diem, del Hakuna matata o del “no te olvides de ser tu mejor versión”.
Ya hemos visto suficiente como para ser unos optimistas comedidos y unos alegres pesimistas. Nadie puede exigirnos ser otra cosa, salvo los que viven drogados, anestesiados, perturbados y enganchados al paliativo de las redes sociales y que, reiteradamente, acreditan con su experiencia en felicidad fosforescente y edulcorante, que ese estado de dicha permanente es un espumarajo posible y perfectamente viable. Lo más fácil sería ser como ellos: autosugestión igual a éxito bañado en una incólume verdad de rebosante belleza y juventud infinita, con sabor a chocolate o a placer incorruptible. Deme esa cápsula de la mentira, doctor. Cada ocho horas me tomaré los miligramos prescritos de la pastilla de la desconexión porque, aunque no hay que tener prisa en dejar de ser joven, la verdad incómoda, asoma.
Tras cinco años, tengo los huesos rotos, la musculatura dolorida y, sobre todo, la inocencia definitivamente aniquilada. El atroz embate de una pandemia, una erupción volcánica y otros estremecimientos emocionales provocados por la salud tambaleante de los seres queridos, impiden el regreso al pasado delicioso que es mirado por los ojos nostálgicos de un revisionista desmemoriado. No me acuerdo de que el pasado que tanto alabo no fue tampoco perfecto. Algo se me escapa entre los dedos. El tiempo es arena fina e incredulidad y siento una inquietud nueva en el que es, tal vez, el mejor momento de mi vida.
No me he convertido, ni quiero, en un humilde ser angelical lleno de paz que lo único que sabe hacer es dar amor al prójimo. No quiero ser un hombre que madura a golpe de derrotas y traumas. No me apetece tener que aprender la humildad a través de la catástrofe. No quiero enfermedades ni pesadillas para ser mejor persona. Poner la máquina al límite para procurar demostrarnos que somos virtuosos aprendices en un valle de lágrimas, es un drama terrible. A mí me gusta vivir sin sufrir. Vivir y sentir la vida como lo hace un buen vividor.
En la línea de esta idea introductoria para un posible catálogo del buen vivir, no hubiese estado mal subirnos al tren que dejamos escapar. Los balcones se engalanaron de resistencia con mensajes de que saldríamos mejores de la larga noche oscura llena de muerte del COVID, cuando lo único que aprendimos de todo aquello fue a estornudar en el codo. De la erupción volcánica de La Palma, menos aprendizaje aún, queriendo volver, como quieren algunos, a vivir exactamente donde se paró la vida un 19 de septiembre de 2021; al pie de un probable nuevo infierno volcánico en un futuro incierto, con el apoyo y beneplácito de la autoridad incompetente.
Hace tres semanas un apagón dejó sin luz y sin internet a millones de españoles. Volvimos a las viejas cavernas en las que las personas se comunicaban, regresamos a la prehistoria sin tecnología para experimentar la sensación liberadora de sentir que hacía tiempo que no nos pasaba algo tan excitante como prescindir de la conexión wifi o de los datos móviles. Nos volvimos a mirar a los ojos, volvimos a darnos cuenta de que podíamos existir, perfectamente, sin teléfonos móviles, sin el meme trivial reenviado por WhatsApp, y sin la esclavitud martirizante de la maldita inducción a la locura: permanecer conectados porque la vida nunca duerme.
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