Contra la ética del trabajo

Me siento en una céntrica terraza de la bella ciudad de Santa Cruz de Tenerife, me pido una copa de vino tinto y unas carnosas olivas aliñadas. Estoy solo. Cae tímidamente la tarde en pleno mes de julio. El verano es el único momento del año en el que la oscuridad no tiene prisa y la llegada de la noche temprana nos deja en paz por espacio de unos meses.

Es verano. Queda cancelada mi capacidad para medir las posibilidades de hacer cosas útiles en la aberrante tarea de aprovechar el tiempo. En verano, el sentido de la vida reside en el color naranja intenso del sol cuando se refleja en la fachada de los edificios en el momento en el que declina la tarde; es el orden natural de las cosas sin intervención humana, como el movimiento de los océanos, los amaneceres, las fases de la luna o las erupciones volcánicas. El verano es un milagro estacional, la percusión sonora del corazón frente al sonido lúgubre de un órgano en el templo del miedo. El verano es la energía del placer, un lugar en el que la fiebre de la lujuria, en un sentido amplio, es un fenómeno atávico, biológico o cultural. Yo, sin tanta lujuria y con algo más de modestia, entrego mi tiempo y mi cuerpo, mi cuerpo entero como un legionario herido, a la copa de vino que tengo frente a mis ojos y que en unos minutos empezará a llenar todos los rincones de mi cuerpo y sus sentidos, y de este modo, colocarme en la rampa de salida para disfrutar del amor, también en un sentido amplio. Soy mi propio médico anestesista gracias al rojo zumo de uva, a su circulación lenta en mi boca y en mi garganta. Tengo en mi poder un billete de acceso libre al descanso y la relajación como diría mi admirada Ottessa Moshfegh.

Después de tanta filosofía, mística y poesía, concluyo que la felicidad es un trozo de entelequia que nos sugiere una posibilidad, otra más, de morir atragantados. Poco hay que comprender ante tanta grandeza; la del verano, la del amor y la del vino. Yo me entrego, sentado sobre una cómoda silla sin cojín de una terraza de verano en pleno mes de julio, a la hermosa copa de vino tinto en el mejor momento del año.

Al hedonismo debemos sumar la pereza para darle validez y robustez al ritual de la buena vida, de la vida plena y sin preocupaciones. El hedonismo es la virtud de la celebración dentro de una idea clara vinculada a la finitud, una propuesta alternativa ante la adversidad; es el juego y el sentido del humor, una contestación convincente para enterrar los hierros retorcidos por el fuego del incendio de la autoexigencia y la perfección que ardió al principio de los tiempos. Vivimos en una época de sufrientes y sacrificados; exhibicionismo sentimental de parias de la calle oscura, empeñados en querer ser atravesados por la humedad infiltrante que les entumece y cancela el viaje al oasis del lujo y las sensaciones. Hay quien no puede reír y no ríe. Comprensión. Hay quien puede disfrutar y no lo hace, se queja.

La pereza es la mano tendida del amigo gordito que quiere lo mejor para ti. Un amigo revolucionario que se carcajea de las arengas que difunde el altavoz de la ética del trabajo y la productividad. Parece que llevo una agenda en el cerebro y una lista de tareas pendientes que anula a otra lista, la de los recuerdos olvidados de que yo mismo sé hacer lo más difícil: holgazanear. Hace tiempo que no le dedico horas de mi vida a trabajar ese don impopular y desprestigiado que guarda una relación de amor verdadero con la contemplación. La contemplación de la vida, sin más, es una forma de desobedecer los dictados del capitalismo salvaje y sus trampas: el rendimiento, el logro, el esfuerzo, la meta, la superación. Abandonar todas esas palabras sagradas significa descansar, olvidar, parar el carro de la posesión de méritos.

Con mi mente nítida que posterga tantas siestas no dormidas, tomo las riendas de mi vida, me desengancho de mi adicción a no quedarme quieto y meto el móvil en el bolsillo, limpio mi mente de anhelos de optimización y eficiencia, y me pongo a contemplar a la gente pasar, junto a mi copa de vino tinto y mi cuenco de carnosas olivas aliñadas. Paré de una vez, me sumergí en la nada de la pereza que es mucho más valiosa de lo que generalmente pensamos.

Creerte necesario para no caer en el olvido y descubro, de repente, que todo era un montaje construido sobre una mentira. Yo también tengo algo de barro en mis pies y otro tanto de juguete roto. El verbo hacer es una criatura de dos cabezas, una polaridad en la que habita el futuro próspero, pero también la desolación. Paro de una vez. No necesito más que mi mirada al servicio de la contemplación. Veo a un joven proyecto de ejecutivo agresivo andar rápido, guiado por una luz interna de emergencia que le marca la velocidad del paso, tobogán de la enfermedad. El camarero tunante sirviendo copas y entablando conversaciones con las jóvenes clientas que le siguen el juego, dos hombres cogidos de la mano, tensos y serios circulan calle abajo esperando la primera pedrada homófoba que les alcance. El culo redondo y bien puesto de una joven de no más de 23 años, calculo, se mueve con libertad y sin complejos mientras camina y habla con voz alegre junto a una amiga que la escucha y se ríe. Una mujer rota me pide limosna, un matrimonio toma cervezas y habla en voz baja haciendo honor a su calidad de veteranos de la intimidad, un pobre solemne, pero encorvado, me pide las monedas que no tengo y un enfermo mental viene a saludarme. Un señor, dueño de una fina ridiculez, me mira desde otra mesa mientras se toma un whisky y arquea las cejas queriendo decirme algo que no entiendo. El viento alivia y refresca mi rostro sin afeitar de hombre de 51 años, hijo del capitán estrafalario de un barco petrolero de los años 80.

Contemplo la vida en el pequeño extracto de tiempo de una tarde de verano en pleno mes de julio. El color naranja intenso del sol cuando se refleja en la fachada de los edificios, en el momento en el que declina la tarde, es el verdadero sentido de mi vida. La contemplación sin reflexión, perder el juicio para postrarme en la gloria de ser un loco tranquilo, voluntariamente hedonista y perezoso.

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