Aquella naturalidad sin escándalos me convierte en un recalcitrante nostálgico del pasado. Era tan solo un niño cuando, en 1984, vi en televisión a un señor mayor, alcalde de la capital de España, decir en el Palacio de Deportes de Madrid y en el marco de la Fiesta del Estudiante y La Radio, aquello de: “Rockeros, el que no esté colocado, que se coloque y al loro”. La frase es obra de el viejo profesor Enrique Tierno Galván; socialista madrileño, intelectual, agnóstico y marxista, que se lanzó a gritar este espléndido exabrupto que, al parecer, poco tenía que ver con una planeada incitación, por parte del máximo regidor municipal, al consumo de drogas, pero que, con la perspectiva del tiempo y atendiendo a la dimensión sonora de tan jocosa expresión, contemplo como una vacuna contra la rancia disposición de las ideas conservadoras, cuando lo conservador hoy ya ha asaltado los cielos y encapota demasiado pronto los días. En ciertas cuestiones, la igualdad también ha llegado para aparejarnos a la baja; un peculiar instinto de Tanatos, un querer morir a lo tonto, un no decir lo que se piensa por el qué dirán los mequetrefes reprimidos de correcta y esmerada moral, que siempre son las más perversas de las gentes de no fiar, y por el terror nocturno a las persecuciones gansteriles en las redes sociales. Una reducción tristísima de la espontaneidad, una deshumanización desangelante que hacemos de la clase política y de nosotros mismos.
El gusto de vivir sin doctrina, sin dios y sin amo nos salva de morir ahogados en un mar de dudas, y aquella España de 1984, que venía de sentirse traumatizada por una dictadura cruel y sanguinaria, no estaba para tonterías ni correcciones políticas. Bravo por la historia y sus actores. Bravo por los políticos y por aquella democracia naciente que tenía la festiva gracia del niño risueño que estrena un juguete.
¿Cuándo perdimos la inocencia, la candidez, la buena intención? Bajo el signo malencarado del odio y el rechazo transcurren los días de nuestra democracia en 2025.
La democracia, ese lugar sagrado al que han venido oportunistas de discurso prestado y apólogos de la violencia que hundirían barcos llenos de inmigrantes en pleno mar Mediterráneo. Se acepta la aberración extrema como parte de una propuesta “respetable” de acción política, antesala de la atrocidad si no frenamos su escalada y, sin embargo, se rechaza frontalmente la opción de que un alcalde aventurero se atreva hoy a repetir lo que dijo un tal Enrique Tierno Galván, alcaldísimo de Madrid con mayoría absoluta en 1984, animando al coloque del respetable. Si lo hiciera, el aparato del partido, la prensa y el estado general de intransigencia en el que vivimos, empujarían a la dimisión al osado alcalde. ¡Vaya escándalo! Un alcalde, diputado, concejal, consejero, senador o presidente debe dar ejemplo. Vaya contradicción. Exigimos a nuestros políticos que se comporten con la ética y la moral que, en ocasiones, a nosotros nos falta por trileros, pícaros, embusteros y seductores. Ellos tienen toda la responsabilidad y nosotros estamos libres de toda sospecha.
Cada día tengo menos claro que el cargo conlleve necesariamente renunciar a una vida normal en la que la gente también se emborracha, come carne roja, se desnuda en la playa o se fuma un peta, como ocurrió con Sanna Marin. La primera ministra de Finlandia fue “pillada” en una fiesta, cantando y bailando y, probablemente, tomando algo más. Me encanta que las presidentas y los presidentes de Gobierno hagan cosas normales de personas normales, pero Sanna Marin dimitió. Luego exigimos a nuestros políticos que se acerquen al pueblo, que se parezcan a nosotros, que abandonen la chaqueta y la corbata y su mundo paralelo de poder. Les exigimos que lo hagan, pero que lo hagan sin parecerse a nosotros.
Hace poco menos de un año, Sergio Matos renunciaba, entre aplausos, a su acta como diputado nacional en las Cortes por tomarse unas copas de más y dar positivo en un control de alcoholemia, después de que su estado de embriaguez ocasionara un accidente sin consecuencias para terceros. Renunció por voluntad propia y porque si no lo hacía dejaría de atender como Dios manda el código de la moral inmaculada que debe caracterizar la conducta íntegra de un político. Conducir bebido y provocar un accidente es un hecho claramente poco ejemplarizante. Quien no sea político, pero tenga otras responsabilidades distintas a las del señor diputado Matos, dudo que rara vez no haya llevado a cabo acciones similares, porque hay una inclinación natural y humana a que la rígida autoexigencia moral quede diluida igual que una noción borrosa de la realidad y aquí no ha pasado nada.
¿Por qué exigimos a los políticos el cumplimiento del decálogo de la rectitud cuando no está tan claro que lo cumplamos nosotros, ciudadanos de a pie, currantes, consumidores y pagadores de impuestos? Exigimos a nuestros políticos que se comporten con la ética y la moral que, en ocasiones, a nosotros nos falta, por trileros, pícaros, embusteros y seductores.
Seremos más libres y felices sin necesitar la presencia constante del discurso moral de condena y juicio al reivindicarnos. La proyección de un sujeto imposible, sin zonas oscuras ni lugares controvertidos, es una aspiración inalcanzable.
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