Las letras canarias

La capilla es un espacio contiguo al gran templo; en ella se da cita el cónclave de escritores y escritoras, celebridades del papel cuché de segunda clase que son las redes sociales. Artistas en la pasarela del buen posado viviendo del glamur de sus ilustres compañías, igual que niños ya adultos que miran con ojos chispeantes y pupilas dilatadas, la llegada de un mesías encarnado en la figura de un señor formal de voz grave y rimbombante, categórico sermoneador de resplandeciente camisa blanca, o se sienten igualmente embelesados, por la asunción de la autoridad maternal de aspecto beatífico estilo revelación mariana en los altos riscos de cualquier desfiladero de Canarias. Lo digo sin referirme a nadie en concreto, simplemente, me vienen a la cabeza personajes que se desprenden de mi caudalosa imaginación. Espero que me crean, porque yo siempre digo la verdad.

El estado de enamoradizo encandilamiento ante la imagen divina conforma una suerte de embriaguez vital que nunca tuve la oportunidad de disfrutar. Soy esa clase de paria de escritor que comete la insensatez de no casarse con nadie, que rompe el cordón umbilical para zafarse de un estado lánguido de absurda adolescencia eterna y permanece soltero y sin tutelas. Como un trauma, la mano condescendiente de la autoridad intelectual vanagloriada, socava la dignidad de cuantiosos buenos escritores, desgraciados en su condición de beatos, porque algunos miembros del cónclave son notables narradores de historias, hábiles artesanos de la palabra a la hora de juntar versos o sagaces manipuladores cuando lo que toca es mentir misteriosamente con gracia sibilina, en lo que viene a ser una intervención estética para tapar el avance del envejecimiento del espíritu y los complejos de inferioridad. Deben agradecer los elegidos y elegidas, miembros de la capilla y militantes del cónclave, que un ser superior de cuerpo humano con nombre y apellidos les regale la gloria tonta del flash de una cámara sobre el paradisiaco terciopelo de alguna alfombra roja literaria, consolidando en sus corazones desamparados, la destreza quirúrgica de la garra tensa y sin contemplaciones de eso tan viejo y cansino como es el ego mayúsculo y estupefaciente.

Los miembros de la capilla, ellos y ellas, llevan demasiado tiempo guardando silencio ante la estafa y la malversación. Ofician la divinización de la imagen venerada y prolongan el amor por sí mismos hasta extremos de enajenación y chaladura fina por intelectualoide, pero, al fin, chaladura formal de chiflados vulgares y corrientes.

La fiesta de los escogidos para la gloria de las letras canarias es un hervidero de vanidades, orgía del mal gusto y homenaje hortera a la pedantería. Mientras ellos y ellas se entretienen jugando a ser el escritor o escritora del año, yo extraigo un relato singular del vuelo de una avioneta imaginaria, que observa desde las alturas, la dimensión del destrozo, y que define, a gruesos brochazos de un criticón que critica siempre de buena fe, la historia reciente de la literatura de éxito en Canarias.

A través de la fotografía aérea de mis vuelos por las alturas, observo muchos de los aberrantes comportamientos sectarios del elitista puente de mando de una nave que navega sobre un mar de hastío, gris y sin interesantes marejadas. La señora y madre en su altar, como imagen de relicario, supervisa con tono de voz terrible de matriarcado castrante junto a los señores más progresistas, ideológicamente bien parados y literariamente mejor puestos, a los que debemos sumar los lugartenientes de las jefaturas, los perros de presa guardianes de colmillos retorcidos dispuestos a morder y a odiar, los escoltas pelotas o bufones de palacio y, en general, a los escritores de pacotilla. Todos mal enrollados con la vida y con muy mala hebra. Una podredumbre moral que funda sus bases en el más caduco de los amiguismos de salón que recuerdo. Ponen en marcha sucias maniobras para erradicar, a base de silencios prolongados y aniquilantes, el buen hacer talentoso de no pocos escritores, entre los que creo encontrarme, porque la falsa modestia es un modo de emplearse a fondo en la manifestación de la más infantil hipocresía.

Tampoco siento la más remota intención de colocarme un punto en la boca por un puñado de monedas viejas y unas cuantas migajas del pan que comió el señor, la señora, los jueces y juezas del tribunal superior y sumario del reconocimiento público e institucional. La madre santa y el padre omnipotente, personas de bien que cosechan cariño y profuso afecto por parte de una lista interminable de siervos e instituciones de diferente rango. Si todo el mundo te quiere, algo falla. Si eres el destinatario de loas y alabanzas sin fin, algo falla. La gratitud convertida en servidumbre genera idiotez y ñoña afectación, un estado aparente de virginidad estilo la pureza de María o los niños vienen en una cigüeña que salió de París. La autoridad lisonjeada por la servicial docilidad practicada por personas inteligentes. Es un asunto serio este.

La obra de tantos autores canarios en la jornada de las Letras Canarias. Esa es otra. Tantos canarios, desaparecidos vates de las letras patrias, sometidos al infinito ahogo de la alabanza. La jornada de las Letras Canarias se ha convertido en un proyecto de imaginería cuasi religiosa, un absolutismo impuesto en el que, a todos, parece, nos tiene que interesar, por poner solo unos ejemplos, la obra de Alonso Quesada, Josefina de la Torre, Mercedes Pinto o Félix Francisco Casanova, caso especialmente sangrante este último, el del joven palmero muerto por una razón aún no esclarecida, en 1976, y sobre el que han arrojado las frases lapidarias más insoportablemente engoladas y absurdas que recuerdo.

La capilla es una provincia sucursal de un estado mayor infestado de pláticas de burda academia, imposiciones y no pocas amenazas veladas contra sujetos díscolos. Malgastar el tiempo en hacer amigos en ese contubernio de la estupidez, es la última aspiración que podría tener mi humilde persona libre.

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