Estreno de «Ultraperiferia» el pasado 1 de septiembre en el Teatro Circo de Marte. ANDREW GALLEGO.
Anoche, tras la muestra del FICINDIE en la Casa de la Cultura de Los Llanos de Aridane, pude compartir una Coca Cola y un sándwich (siento la publicidad subliminal), con el director del Festival, Rumén Justo, y la directora de cine Fátima Luzardo (de su magnífico corto «Todo el mundo habla de Javier» ya escribiré en otro momento, pero quédense con el adjetivo «magnífico»).
La conversación pasó rápidamente del cine al teatro, y de manera sorpresiva descubro que ella fue una de las componentes de Zaranda Troupe. ¡Zaranda Troupe! Fue a través de esa compañía y de su montaje «Sí Océa…no», hace tantos años que da vértigo, como descubrí que el Teatro Canario (así, con mayúsculas), podía dejarme pegada a la silla con la misma o mayor sensación de disfrute que cualquier montaje llegado de quién sabe qué otro punto geográfico. Pero también fui descubriendo a partir de ese momento cuánto costaba que las compañías canarias encontraran, defendieran y mantuvieran su inalienable derecho a la voz, el espacio y el reconocimiento.
Aún así, muchas de esas compañías llegaban regularmente a La Palma dentro de los circuitos existentes en ese momento: Delirium, Burka, Morfema, la extinta Samborombón (con ellos vi el primer montaje en directo de una obra de Darío Fo en plena Plaza de España de Los Llanos. ¡Cuántas compañías sufrieron lo indecible en ese espacio tan hostil para el Teatro!), Troysteatro, Zálatta…y tiempo después: 2RC, Clapso, Reymala, La República, Unahoramenos…
En los últimos años, soy (somos) testigo de una fecunda eclosión de nuevas compañías ávidas de comunicar a través de clásicos o vanguardistas montajes. Compañías que junto a las veteranas, siguen remando en un río plagado de furiosos rápidos que de vez en cuando dan paso a una corriente tranquila en la que público, ayudas a la movilidad, compromiso e ilusión se mezclan en el mismo caldero mágico.
Sigo sintiendo idénticas mariposas en el estómago cuando una obra de teatro me traspasa, y el mismo orgullo cuando esa obra lleva impreso el sello canario. Pero me falta en La Palma más público sentado en las butacas que me rodean, y eso suele ser una constante a menos que dirección, dramaturgia o actuación tengan sangre de nuestra isla, que aunque por un lado es maravilloso, no debe convertirse en algo anecdótico.
Nos movemos con mayor rapidez ante las caras televisivas (recuerdo las soberbias «Los mares habitados» de 2RC o «Reyes que amaron como reinas» de Clapso, con un Teatro Circo de Marte a medio gas – algo más en la primera porque un Carlos de León en estado de gracia era uno de los protagonistas-), y un poco después un «Ser o no ser» lleno hasta la bandera porque los protagonistas eran Amparo Larrañaga y José Luis Gil, aunque les puedo asegurar que aquello no había por dónde cogerlo (una de mis películas preferidas completamente destrozada).
No se trata de convertirnos en una audiencia chovinista, incapaz de discernir lo bueno de lo mediocre, y que apoye sin criterio lo propio. Se trata de regresar al teatro, a todo el Teatro, de descubrir su magia desde la esencia de lo que es, sin importar si los rostros de los protagonistas son reconocibles. Son las emociones que pueda transmitirnos lo que importa, porque será lo único que convertiremos en algo verdaderamente nuestro. Sólo así, dentro de cuarenta años seguiremos recordando esa emoción concreta, tanto como aún recuerdo la que me produjo aquella obra irreverente de Zaranda en el antiguo cine de Los Llanos de Aridane o como sé que recordaré la de cada estreno de La Sastrería Teatro por el milagro de su existencia y permanencia.
Sobre «Ultraperiferia», estrenada a principios de septiembre por esta compañía y que cruzó el Atlántico en octubre para participar en el Festival de Teatro Colombiano de Medellín, escribí esto en su momento:
«Hacer reír. Un verbo compuesto que siempre impone en el mundo artístico.
Hacer reír desde la verdad. Ese ha sido justamente el verbo estrella la noche del pasado viernes, el eje alrededor del cual vertebrar un buen texto sostenido por tres sólidas columnas: Rafa, Nina y Diego.
Teatro dentro del teatro, verdad enredada con la ficción (autoficción: pacto de mentira con el espectador), la soledad de quien crea en la periferia mientras organiza/desorganiza su vida personal.
Carlos de León juega en casa con herramientas que controla (la tragicomedia, ese estilo cercano al clown que con los años ha ido depurando en sus cortos), y aún así no se acomoda: convierte en universal una historia personal, dotándola de profundidad a través de las numerosas capas que la envuelven. Y la madurez va dando frutos: la madurez de un proyecto, de una visión y de unos lazos personales y profesionales que se van consolidando. El público, entregado, fue consciente de estar ante una compañía profesional dispuesta a abrirse en canal para que las risas transformadas en carcajadas fluyeran por el patio de butacas. Una energía bonita de ida y vuelta para tener claro que el camino es el apropiado, que los sueños se materializan con el trabajo constante, y que cuando la creatividad enraiza en un colectivo profesional y cohesionado, todo es posible, incluso soñar con perseguir metas aún más ambiciosas.
Disfruté, reí y me sentí orgullosa. Porque es una heroicidad crear desde los márgenes de los límites de la periferia, y ellos han sabido transformarlos en un nuevo centro.»
Consumamos sin medida todo el teatro canario que se acerque a los espacios que nos rodean. Consumamos teatro porque sí, porque el acceso a una cultura que nos mueva y remueva, que nos agite y nos conmueva, forma también parte de nuestros derechos.
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