Aquellos sucesos, sobre la muerte en El Paso de una persona por peste neumónica, hace ya poco más de noventa años, perduran y se transmiten oralmente. En consecuencia, existen diversas versiones que difieren en varios detalles. Desde quiénes fueron los enterradores, hasta dónde llegaron con el féretro, quiénes colaboraron para llegar al cementerio, dudas sobre la actuación médica por parte de los familiares del fallecido y hasta sobre de lo que, realmente, causó su muerte. Esta primera parte se fundamenta en algunas de estas versiones verbales.
I. El patógeno se escapa.
La peste neumónica que asoló Tazacorte en 1928 alcanzó zonas de Argual. De allí, de este último pago, procedía Crispín, casado en el Paso y que regentaba el Bar Central. Así las cosas, la familia de Crispín quedó dentro de la zona en cuarentena a la cual no se permitía acceder desde el exterior ni salir hacia zonas libres de epidemia.
La gente hablaba de que “las hermanas de Crispín” habían enfermado y pronto se dijo que su hermano, burlando los puntos de guardia impuestos por las autoridades sanitarias, las visitaba en su enfermedad y agonía.
Crispín cayó enfermo aquejado de alta fiebre y le confesó al médico titular de sanidad de El Paso –Juan Pérez Capote- que, efectivamente, él había visitado a sus hermanas. El médico era, además, vecino de Crispín en lo que por aquel entonces se conocía por Camino de Tenerra, con propiedades limítrofes y mediando entre la casa de ambos, aproximadamente, una veintena de metros en línea recta. Aunque había más de un galeno en El Paso apuntan hacia el Dr. Pérez Capote como Jefe Local de Sanidad y le atribuyen que fue quién decretó el aislamiento del enfermo en su casa al cual “le alcanzaban la comida con una larga pértiga que introducían por la ventana”.
En la casa del enfermo, y presunto apestado, solo entraba el médico en sus obligadas visitas en razón de oficio y cargo (pero otras versiones apuntan hacia que iban los dos médicos del pueblo) efectuadas bajo fuertes medidas de autoprotección. El criterio del galeno anteponía la salud colectiva a la vida del enfermo, Crispín murió relativamente pronto.
II. El entierro.
El problema era quien enterraba a Crispín una vez fallecido. Se cuenta que las autoridades municipales y el médico titular de sanidad tiraron del censo no escrito de los alcohólicos, vagabundos y desarraigados, solitarios y sin parientes cercanos en el pueblo. Si reunían todo el cúmulo de “cualidades”, tanto mejor.
Entre la leva reclutada o voluntaria, en unas versiones dos y en otras uno, quedó en la tradición oral un indigente apodado o llamado Catalino. Y aquí se disparatan los relatos. Hay quien dice que fue Catalino y solo él quién penetró en la casa del difunto tras el órdago negociador con las autoridades que le convencieron de la grandeza del servicio que le pedían en torno a una botella de vino. Dicen que transformado salió Catalino del cónclave de los notables y, dejando volar la imaginación, como un precursor de la canción que luego escribiría el mexicano José Alfredo Jiménez, entre cántico y blasfemia “grito de pronto el borracho / la vida no vale nada” y se fue a por el muerto, le introdujo en el féretro sacándolo al exterior a rastras. Pero otras narraciones corrigen, Catalino no estaba solo, ni pudo hacerlo solo, por lo menos otra persona entró con él en busca del cadáver de Crispín.
Una de las historias más creíbles dice que el féretro con el cuerpo de Crispín fue arrastrado por las calles mediante una soga de la que tiraba Catalino o éste y su ayudante.
Pero todavía existe otra esperpéntica fabulación, bastante extendida y creída, Catalino bajo los efectos de la embriaguez que le infundio el valor de sacar el féretro a la calle, aún tuvo fuerza y potencia suficiente para cargar con él a sus espaldas y emprender la marcha oscilante bajo el peso del difunto y los vaivenes de la monumental borrachera a la que los “respetables” del pueblo contribuyeron como pago a la misión encomendada.
Trescientos veinte metros separaban la casa del difunto del cementerio a través del mentado camino de Tenerra, que luego fue calle Pablo Iglesias, más tarde General Franco y en la actualidad Sagrado Corazón y continuaba el cortejo por la calle Veintitrés de Septiembre, hoy Salvador Miralles. Tras el féretro iban miembros de la Corporación y operarios municipales portando bolsas de cal viva que esparcían tras las pisadas del Catalino hasta que el esfuerzo y grado de embriaguez de este le hizo desplomarse a los ciento ochenta y cinco metros caminados, dando al suelo él y el féretro de Crispín justo en el cruce con la calle Norberto Pérez Díaz.
Espanto entre quienes, ya aterrados, observaban tras los cristales de ventanas fechadas. El séquito flaquea, la comitiva de los ideólogos del entierro retrocede asustada, la estampida está a punto de producirse.
Entonces surge con fuerza en la narración un nombre más: Antonio Celestino Castro de Las Casas –alias Antonio Garvilla- concejal, más concretamente tercer teniente de alcalde. Algunos narradores llegan a atribuirle que dijo “esto se acabó, ahora lo cargamos nosotros” y se lanzó, sobrio, valeroso, raudo, a recoger el féretro para motivar al resto de miembros de la Corporación consiguiendo los suficientes apoyos para poner el cadáver en el cementerio y darle sepultura en tumba marcada como intocable por tiempo indefinido. Pero nunca me dieron el nombre de quienes cargaron el féretro junto a Celestino.
II. El fuego purificador.
Una noche inmediata al grotesco sepelio las campanas tocaron a rebato: la casa de la familia de Crispín estaba en llamas. Nadie podía decir quienes le prendieron fuego, pero señalaban al médico Juan Pérez como quién dio la orden (sin pruebas para tal afirmación) para evitar un posible foco de contaminación en la inmediatez de los patios de su casa y conjurar un hipotético peligro epidemiológico. Los familiares de la víctima mayores de edad, un tal José Antonio y una tal Victorina se refugiaron en los pajeros, la mayor de las hijas, Angelita, se refugió en la casa de Flora Taño y sus otros dos hermanos, Tomás y Lala, en casa de los Sicilia Camacho. La acogida fue un acto heroico, venciendo el temor a un posible contagio, utilizando desinfectantes, como el mítico Zotal, lavando con agua caliente la ropa de los niños.
Nunca pasó nada y quedó en el tiempo el amor de un hermano que rompió cordones sanitarios por apego a su familia, pagando con su vida, permaneció la sospecha sobre el criterio íntimo bajo el que actuó el médico y, sobre todo, recordó la gente el caricaturesco entierro de cuando Catalino se cayó con el muerto.
Pero, ¿fue exactamente así? No, el sepelio tuvo un cronista anónimo que escribió a la par del suceso y que dejamos para una segunda parte.
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