Perfil malogrado para la subordinación y el acatamiento. El oposicionista mastica en silencio un plan y, taxativamente, afirma que es el propietario de un emotivo triunfo hecho con una pasividad armada con palabras contundentes y tensos silencios prolongados. El oposicionista se percata de que las convenciones tienen únicamente un valor doméstico aplicable al mantenimiento oficial del rictus de simpático, y considera que la fórmula de la suplantación práctica de la identidad es válida para, socialmente, sobrevivir. Luego, está el terreno de la extraoficialidad, la voz underground al margen de la exposición pública en ambientes hostiles. Tengo algo o mucho de eso. Eso dicen y digo. La subterránea intimidad y un carácter intenso que moldeo, por desgracia, para que no me odien demasiado.
Pienso en la revolución de los románticos que vislumbraron un mundo mejor y me viene a la mente el óleo La libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix, que me embriaga como un espasmo de juventud y jovialidad que desaparece pronto. Los románticos tenían el truco, la trampa, la senda, la hoja de ruta torcida, la verdad suprema, la tontería. Sin embargo, los delirios del idealismo que asalta los cielos en el primer cuarto de siglo también crean monstruos, no tan fieros como la maldad aplastante de los recientes nietos del nazismo, que proliferan por medio mundo con un cuerpo mitad ignorancia, mitad perturbación mental sin tratamiento, y me viene a la mente la figura de un lunático argentino de apellido Milei y de nombre Javier.
Ante esta atmósfera cargada, intoxicada por la difusión de una ruindad con propósitos claros, decido tirar la toalla, oponerme y sobrevivir. Aliviar la angustia con más angustia, ser ese proselitista en el WhatsApp, administrador de grupos y canales de comunicación que intenta conquistar adeptos maquillando la realidad a conveniencia con una pastilla edulcorante que cambie el sabor intensamente amargo del conflicto, no es tampoco la solución.
Penaliza no plegarse a la vorágine bobalicona y blanda del buen rollito. No quiero saber nada del poder esotérico del deseo, y por ahí andan diciendo que soy ese hombre amargo que va estropeando las alegrías idílicas de sus conciudadanos. Nada más lejos de la realidad. Solo busco que no me obliguen a escuchar la poesía rimada de las consignas y los sueños, esa alusión permanente a uno mismo como un ser mitológico que lo merece todo por el simple hecho de haber nacido. Narcisistas y perfectos que se autoimponen la prohibición expresa de llevarse la contraria a sí mismos, cuando no hay cosa más divertida que no querer encontrarle explicación a la propia, y ocasional, incongruencia.
Tranquilos, la certidumbre reina cuando la magia del deseo hace posible que me transforme en un hombre virtuoso, lleno de grandes pensamientos y mejores acciones, libre de pecado, negligencia y con una salud envidiable a salvo de las oscuras amenazas de la enfermedad.
Vivimos la mayor parte del tiempo en un teatro brutal y desmoralizador, en el que desaparecen de la escena los cómicos y los payasos, quedando para el reparto penosos bufones que no saben más que decir sí con la cabeza. La ironía penaliza. El humor penaliza. Es la resucitación del “muera la inteligencia” en tiempos democráticos, como si el espectro del falangista y legionario tuerto Millán Astray, inventor del flamante exabrupto, nos acechara con su único ojo bueno desde un limbo indeterminado.
Estamos dispuestos a remar todos en la misma dirección a pesar de las dudas. Desesperadamente, nace un sentido comunitario de equipo. Un equipo dirigido por una gestora de líderes que, por supuesto, te dirá lo que debes no pensar y lo que es recomendable decir. Hace tiempo que me siento más solo que mal acompañado. La mesura es la revolución y los que se autodenominan revolucionarios viven en la desmesura, neuróticos en un país del nunca jamás que les proporciona combustible barato e inmediato para ahondar en el disparate egocéntrico de encontrarse a sí mismos, felices, formando parte de un rebaño de ovejas que siempre va por el buen camino. Como os detesto tibios liberadores del pueblo, clientes de un surtidor intelectual llamado santo discurso de las ideas. La vida debe ser otra cosa. Por eso, me declaro oposicionista.
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