La dimisión

No estaría mal dimitir durante cinco días, poder desocuparme del todo, abandonar el trabajo no teniendo claro si lo más recomendable para mi salud mental es volver como hizo el presidente Sánchez. Desde que el presidente del Gobierno de España anunció que se retiraba al calor de la soledad de su palacio para pensar en su futuro laboral, no hay día que pase en el que no sienta unas ganas locas de marcarme un Pedro Sánchez, un irme un poco pero no del todo, ideando un amago de marcha definitiva y para siempre acompañada de manifestaciones de lealtad y cariño, tantas, que dudaría si las merezco. Da igual. Lo que importa es cuantificar el amor en número de miles de personas que corean tu nombre en las calles pidiendo que no te vayas o en los patios de vecinos del WhatsApp (en este caso unas pocas decenas) para los que no somos presidentes del Gobierno.

Alejarnos cinco días de los amigos y de la familia, de los chats cibernéticos, de esa tortura contemporánea representada en la maldad ruidosa de los despertadores que suenan al compás de las primeras luces del alba. Dimitir de los pelmazos, de los jefes de las cuadrillas de subordinados que no son ni serán nunca jefes de nada ni de nadie. Dimitir hasta de las lecturas, de la escritura, del fútbol. Abandonarse, haciendo un amago de despedida sin marcha atrás. Jugar a la duda es revolucionario en tiempos en los que se frecuenta, en exceso, el mal gusto de poseer la verdad innegable de las profundas convicciones que me alienan tanto como atrofian mi sentido del gusto por la vida.

Me gusta que el presidente del Gobierno del España diga que quiere marcharse. Doy por hecho la supuesta verdad de no aguantar más ante la proximidad del colapso de una mente que, aunque sea la del señor presidente, es mente humana también, a pesar de los estrategas políticos del bar de la esquina, que aseguran, que todo es una jugada maquiavélica propia de un ser humano retorcido.

Voy más lejos. La dimisión masiva de la sociedad es la solución. Dimitir de nosotros mismos nos catapultaría a una gloria histórica y vanguardista. Tendríamos en adquisición perpetua el título oficial de revolucionarios y el mundo se partiría en dos como un melón abierto, viajando al núcleo central de la Tierra para descubrir la razón por la que somos, la mayor parte del tiempo, tan egocéntricos e idiotas.

Escribo esta columna en Madrid, son las 23 horas de un domingo lluvioso y estoy en la habitación confortable de un hotel, pasando absolutamente de todo menos de las funciones básicas que toda persona debe procurar cuidar para mantener un relativo orden mental: comer, beber, parlotear con los amigos y dormir. No me acuerdo ni dónde trabajo ni dónde vivo, porque aquí, en Madrid, soy otro. Soy el de verdad. El rodillo de la vulgaridad cotidiana dejó de rodar. Gracias. Alabado sea el Señor.

Me siento Pedro Sánchez pero sin Moncloa. Me río del drama que mantiene vivos a los ofendidos, y de mí, cuando he sido uno de ellos. La vida es libertad para decidir hundirse y levantarse y para mandar al carajo las reiteradas soflamas de la cultura cursi del esfuerzo y el reto y a quienes la componen y la defienden. Me limito a hacer cosas más útiles como perder un poco el tiempo y entrar en la caja de sorpresas del Instagram, en la que veo la mediocre instrumentalización que un alcalde de pueblo hace de un éxito deportivo. Es el colmo de la imaginación agotada que sugiere en mi cabeza pensante una idea inquietante: quedarme en Madrid. Quedarme en la capital del reino sería una monstruosa dimisión, la mayor fiesta jamás soñada, el absurdo del caos y la muerte anímica pagada a plazos. Todo con tal de no volver a una isla como La Palma en la que el tedio es una tradición y la horterada política, continua y pertinaz, ocurre la mayor parte del tiempo. Dejadme en paz que voy a dimitir después de cinco días, os lo juro que dimito y esta vez no vuelvo.

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