Urge la vida

Esa cosa demencial y aciaga de encender hogueras para denigrar personas, y en las que cualquiera de nosotros, algún día, puede acabar ardiendo, con los huesos carbonizados por nada. Negar quienes fuimos hace 30 años complica las cosas y dificulta el entendimiento. Somos los hijos de nuestros padres y hombres y mujeres de nuestro tiempo, somos actores en una situación concreta, ejecutores de nuestra propia verdad en un momento de la historia que no se parecerá a ningún otro. Urge restar drama y realizar un giro sencillo y provisto de feliz reduccionismo. Existe vida más allá de la coherencia y la congruencia. Urge darle el significado que merece al hecho de decir una cosa y hacer justamente la contraria: os aseguro que llevar a cabo tan elocuente disparate es un ejercicio liberador, revolucionario y que no perturba la tranquilidad de la conciencia.

Urge, del verbo urgir, descatalogar la realidad, vivir un ratito la vida y empoderarnos como seres humanos diversos, distintos, contrapuestos y contradictorios. Siento lástima por los que dibujan una línea de único trazo sin aventura, obsesionados con la rectitud de las prescripciones morales. Paremos la locura febril de los revisionistas de la historia. Paremos esta locura, antes de que sea demasiado tarde.

No se trata de renunciar y tampoco de arrepentirse. Lo que fue, sucedió, como parte de una crónica del pasado que trae al presente inevitables sentimientos encontrados. Vivir a medias y conformarse carece de sentido, sobre todo, cuando caes en la cuenta de que somos tantos que ser solamente uno parece algo sorprendente e inverosímil.

Paremos esta locura. Me declaro oponente máximo a la justicia de los patios de vecinos y de colegio, al veredicto de los bares y de los árbitros de las redes sociales, que medran también en otros rincones de las relaciones humanas. Hemos aceptado que cada día podemos decir menos cosas y todas aquellas cosas que dijimos en el pasado, incluso remoto, deben ser ocultadas, escondidas, eliminadas. No se permite cambiar de camisa, de aspecto, de chaqueta.

Salgamos del armario, aniquilemos el pudor y reconozcamos quiénes fuimos en otros tiempos.
Una generación de militancias medievales ha cogido el mando, alumbrando programas que albergan demasiadas convicciones y muy pocos matices. Sienten haber inventado la verdad. Es aterrador. La verdad siempre es aterradora, que la verdad sea mentira es la mayor utopía posible por la que vale la pena seguir viviendo. La verdad es un “todos” tan mayúsculo que es inútil jerarquizar y uniformar las querencias, los apetitos, los sueños y el libre desarrollo de la personalidad. Los defensores de la “nueva verdad”, que huele a colonia barata de progresismo oxidado, deslizan, como una insinuación, la idea de que el pasado es denunciable porque en él reinó la ruindad, el abuso y la inconsciencia, ahora que ya somos todos depuradas versiones de nosotros mismos. A esa involución la llaman progreso, en cambio, el progreso no sería posible sin el amor y el respeto hacia nuestro propio pasado en el que pasaron cosas que, justamente, no pudieron suceder de otra manera. ¿Para cuándo un curso acelerado de aceptación de sombras, fantasmas, negras decepciones y bajos fondos?

Es aterrador. No saben nada del pasado, ni quieren saber. Ellos vinieron a alzar la voz y a cambiar las cosas. Hace 30 años fuimos negligentes, racistas, machistas, estúpidos, conductores sin carnet, insumisos sin pacifismo que ansiaban una pelea a tortazos, bebedores encendidos que gritaban por las avenidas de las madrugadas e intentábamos ligar, ligando abruptas masculinidades tan nuestras, tan duras y tiernas a la misma vez, tan reveladoras aquellas rudezas simples y también tan pertenecientes al mundo imperfecto de la vida de verdad, sin traumas, ni instrucciones básicas para salir al paso. Ese lapso de tiempo que fue un hervidero de revolucionarios domésticos, ciclotímicos, intensos y despreocupados, ha muerto y hemos terminado siendo ese adulto malo y travieso que recibe collejas y escucha sermones porque tuvo un pasado que debes repudiar. Es duro hacerse mayor y también lo es, experimentar el tránsito hacia un lugar frío e inclemente, rodeado de análisis e interpretación de los impulsos humanos, profesionalización del oficio de opinador y aparición mayoritaria de ejércitos ultraconservadores de la corrección política, hechos con los mimbres de los momificados librepensadores de otros tiempos.

Pido a la juventud, como lo haría el abuelito libertario que nunca seré, que vivan la plenitud del tiempo cuando aún pasa lento. Que vivan intensamente y sin reservas el amor y la rabia, el sexo, el odio, el simple hecho, temporal y milagroso de vivir, de ocupar la vida, porque bajo los adoquines, esta vez, tampoco habrá arena de playa.

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