La huelga de hambre

¿Quién dijo que todo estaba perdido? Los estómagos hambrientos en resistencia han entrado en el mundo desconocido de los dos dígitos. Continúan pasando los días, la energía de la batalla abandona los cuerpos y la mente hará su trabajo de emborronar los sueños de hincarle el diente a un buen bocado. Un puñado de valientes considera proporcionado deteriorar peligrosamente su salud e incluso llegar a morir si hace falta. Es una tenebrosa recreación del martirio y me siento terriblemente compungido. Pensé que había pasado aquel tiempo en el que admiramos el relato glorioso de los mártires de la revolución y estábamos ya, por suerte, en otra cosa. Los ideales muy rara vez se cumplen y los míos están hechos con la pasta de la utopía, es decir, tomar decisiones procedentes, ofrecer alternativas un tanto más resolutivas que el empacho de extremismo mesiánico y desechar la permanencia constante en la comunicación de tono desafiante y acusatorio que se revela como perfectamente inútil. Las partes en conflicto se miran con recelo, levantan muros de prejuicios unos sobre los otros, tal vez hasta se odien de verdad aunque disimulen. No encontrarse con el adversario en ningún punto hasta que obre el milagro de los panes y los peces y la destrucción de dos grandes y horripilantes hoteles en el sur de Tenerife gracias a una huelga de hambre indefinida.

De la otra parte, la del gobierno autonómico y la del gobierno municipal de Adeje y Granadilla, tampoco espero mayores noticias, salvo gratas sorpresas presentes en mi mente utópica y en mi desaforado idealismo.

Mantener la llama viva después de la euforia del 20-A no debe ser sencillo, sobre todo cuando los escraches frente a la casa del presidente Clavijo y la insistencia en continuar el camino de la privación de alimentos como medida de presión, no ayudan. Somos expertos, a la historia hay que remitirse, en lograr todo lo contrario a los objetivos que se persiguen, enterrando los pies en el fango de la desmovilización.

Participé en la manifestación del pasado sábado 20 de abril y tengo que admitir que me siento huérfano de referencias. Situado en las antípodas de las tramas políticas-empresariales disfrazadas de democracia e intelectual y emocionalmente desapegado de la plataforma «Canarias se agota», sale a la superficie el hondo desánimo que me produce el activismo al límite de cuestionable efectividad y que una extensa mayoría percibe como la única senda posible para un cambio. El desacuerdo de los que están de acuerdo en que el turismo debe procurar favorecer el desarrollo económico, más allá de los jugosos datos del crecimiento económico en modo PIB.

La huelga de hambre es una ocurrencia delirante con la que se pretende paralizar la construcción de dos moles hosteleras espantosas en el sur de Tenerife. Creer que con una huelga de hambre se puede llegar a palizar definitivamente la ejecución de estas dos obras faraónicas, consuma la llegada de otro drama de envergadura: la ruptura con la realidad. El compromiso cívico y político, en ocasiones, es como la fe, no vive de certezas ni de sus posibilidades reales, se nutre de la romantización del ejercicio de disentir. El que disiente, en este caso, se autolesiona, se autoagrede, mina su salud. Dejar de comer es dejar de existir un poco cada día. Dejar de comer es una poderosa acción de brutal trascendencia. Una acción de responsabilidad individual compartida de forma colectiva y que guarda una estrecha relación con la necesidad de no querer ver, ni escuchar y de (es una obviedad) no querer negociar. No estamos aquí pasando hambre y poniendo nuestras vidas en juego por nada. Aspiramos a lo máximo. Si morimos que sea para dejar nuestra huella viva sobre la historia. Una retórica ilusoria es siempre una invitación a caer en el abismo. Ha sido así siempre, porque los mártires de la revolución nunca se cansan.

Leave a reply