Mirarnos el ombligo

Vaya alucinada. La vida podría ser una gran comedia, ¿se imaginan?, una transferencia de ilusión de procedencia desconocida validando un nuevo amanecer, mucho más allá de las opiniones y las interpretaciones pasionales que hacemos de la realidad. Está en nuestras manos lograr semejante gesta, pero somos unos «agonías» que suplantamos la fraternidad del encuentro por una «aseada» y bien hilvanada diatriba de bienpensantes. Desanima comprobar la improbabilidad de un posible cambio de escenario. Debe ser que nos complace observarnos a nosotros mismos, horas y horas relatando la historia de nuestras vidas y de nuestros pensamientos desde una especie de altar de la megalomanía. Tomamos tan en serio nuestra fugaz presencia en el mundo que la empática escucha, neutra, verdadera y sin juicios, la hemos ido arrinconando con sutil disimulo.

Siempre es buen momento para salir de uno mismo y hacer un poco de turismo por las grietas, las pieles y los corazones de los otros porque cuanto más hablo de mí, más gris me vuelvo. Vegetar inconsciente y alineado, acercando el pico de orador al abrevadero del victimismo y la indignación; esas dos formidables profesiones humanas que nos tienen anclados en un desierto frío y sin vegetación, con abundante orgullo, ego y famélicos puntos de vista. La contaminación de la gravedad dramática de absolutamente todo va quemando la vida.

Escribo todo este introductorio párrafo, nada casual, para ponerme a hablar de la miniserie La Palma, disponible en Netflix desde el pasado 12 de diciembre. Es la más increíble campaña gratuita con la que soñaría cualquier consejero o consejera de turismo de un cabildo insular o cómo sacar partido a las bondades de la sociedad del espectáculo con sus plataformas audiovisuales de entretenimiento. Pero no, zancadillear y sentirnos heridos se nos da mejor. Va a resultar que el problema somos nosotros, limitados por la dificultad de discernir entre ficción y realidad. Nos tomamos el cine o cualquier otra manifestación artística, entre las que podríamos citar a la literatura, el humor, el teatro o incluso la pintura, de manera literal. Es absurdo experimentar, tan a menudo, el brotar de la sangre desde lo más profundo de nuestros sentimientos heridos. Todo ese mundo mental de ideas, cánones aprendidos, juicios heredados por la tradición doctrinaria bajo la que nos educaron, no es más que una larga y dolorosa media verdad que nos aturde y nos empequeñece, nos resta libertad y nos convierte en eternos rehenes de nuestra propia identidad. La identidad, en estos tiempos nuestros de ahora, es un inconmensurable ombligo patriotero, una verdad innegociable, un bloque de hielo o un buque de guerra que va con todo y contra todo lo que insinúe un desacuerdo, un matiz, una puntualización o una crítica, o incluso una broma o un chiste.

Ninguna película afecta ni daña la economía de la isla de La Palma, como ver películas de psicópatas no te convierte en un asesino en serie. Es ficción, cine, simplemente eso. Nadie dejó de viajar a Tailandia después de ver Lo imposible; cinta que narra la angustiosa experiencia de una familia de vacaciones en el país asiático el día en el que un tsunami cambia sus vidas para siempre, ni hemos dejado de viajar a París después de ver infinidad de documentales y reportajes sobre la matanza yihadista en la sala Bataclan de la capital francesa.

La miniserie La Palma me ha gustado. Está bien como producto cinematográfico de entretenimiento, es visualmente sugerente, a pesar del lío de las localizaciones y de su banal ligereza narrativa. Tal vez, el problema somos nosotros. Sentimos con excesiva frecuencia la necesidad de tener un discurso, una reivindicación y un rictus moral.

Criticar una serie antes de ser emitida. Criticar sin ver, censurar sin conocer es muy de nuestro tiempo. El tiempo del chascarrillo mal intencionado, el bulo, el prejuicio y el señalamiento. La aguja punzante del puritanismo penetró en nuestras venas para colocarnos una venda en los ojos. Nos vendría bien encontrar la livianidad perdida, la inocencia y las ganas de llenar nuestros ojos con la vida, las imágenes, las cosas que pasan, sin más.

Demasiado atenazados, tensos y formalmente aburridos. Señores muy serios y ateridos, vidas cargadas de contenidos e indignaciones erosionantes del ánimo. ¿Qué pasaría si el mundo dejara de tener opinión y el apetito por el posicionamiento muriera atacado por una insoportable náusea?

La miniserie La Palma es cine, nos puede gustar, generar rechazo o indiferencia. Eso es todo. No es un documental, no hay obligación con el cumplimiento de ninguna escala de rigor científico. Todo lo que pasa es producto de la imaginación de los guionistas. Todo lo que ocurre es producto de tu imaginación. Qué feliz y desgraciada realidad a dos voces, cuando nos convertimos en un producto de nuestra imaginación. La imaginación es el gran poder que se nos ha dado, el valioso tesoro olvidado.

Dejar de opinar como loros o eruditos de la nada sería una bonita forma de comenzar el 2025. Me lo aplico, porque como decía Antonio Gramsci: “ante el pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad”.

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