The show must go on

Más fuertes que el volcán. Dispuestos una vez más a teatralizar un optimismo que se infiltra como una frase machacona en nuestro ánimo.

Nos ponemos en la primera fila de la pancarta cibernética, dibujamos la isla de La Palma rodeada por un corazón enorme que enternece hasta al más insensible y reenviamos multitud de infografías por WhatsApp que insisten en un improbable derrumbamiento emocional. Toda esta parafernalia sentimental basada en la heroicidad del ánimo, ocurría mientras el rodillo basáltico imponía su ley. La negra mancha caliente avanzaba, aumentando la intensidad de un sentimiento colectivo que nos hizo entrar en un territorio emocional nuevo y desconocido: la profunda indefensión y vulnerabilidad ante la catástrofe natural de una erupción volcánica.

Somos más fuertes que el volcán, somos resilientes, el palmero es una raza de canario que aprendió a sobreponerse a cualquier adversidad por muy dura y descabellada que esta fuese, y debe estar fuera de toda duda, el carácter sobrehumano del natural de esta isla canaria. El palmero es un ejemplo universal de superación y de amor propio. El orgullo por ser de la Isla Bonita quedaba, una vez más, relegado a una insignificancia identitaria escasamente útil para afrontar la gigantesca desgracia. Cuanto peor se ponían las cosas más se repetía y declaraba públicamente que “somos más fuertes que el volcán”. Una aspiración primaria llena de comprensible desespero, una ensoñación más que nos tragamos como el lenitivo de la pastilla de la felicidad, aunque a la vuelta de la esquina nos esperase la feroz verdad de un tiempo largo con sus no lugares y la desaparición de la vida y sus raíces bajo el basalto.

No hay tiempo que perder, debemos hallar el modo de saber argumentar el endeble alegato que soporta la idea de que la catástrofe es siempre un aprendizaje, que nos hará mejores y, de paso, desplazar el foco sobre aquello que es sustancial e importante, apartando la mirada de la evidente segunda gran catástrofe humana: el abandono. La huida nos convierte en fugitivos de nosotros mismos. Yo ya no tengo patria porque estoy en cualquier otro lugar que no soy yo.

No pudimos, ni supimos, hacer la lenta, difícil y pesada digestión de lo vivido, hablando del futuro desde el minuto dos de la pesadilla, sonando la sinfonía imperdible The show must go on para agarrarnos a una paupérrima victoria moral en el peor escenario. Fe incansable en un futuro mejor rodeado de prisas, indestructible perseverancia en la labor cerril de don deseo, ese viejo conocido que tantas veces nos condujo al desastre de la frustración.

Aplazamos las ganas de llorar con dolorosa e inconsciente intención opresora, y los abrazos profundos y fraternos insuficientemente dados, han dejado un vacío escabroso con un desierto basáltico como principal argumento de la obra. Somos más fuertes que el volcán, aunque hoy hay quienes, quizá no pocos, se sigan mirando la punta del zapato durante horas, sin saber qué hacer con sus vidas. Ellos son los olvidados, porque con los tristes nadie queda para comer. Ellos son parte de todos nosotros, es más, ellos son el nosotros con mayúsculas, traumatizados vecinos del valle de Aridane, casi dos años después de la erupción volcánica en Cumbre Vieja.

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