Escribir para ser visto. Evitar la caída en el vacío tétrico del silencio cuando deseas, deseas mucho, compartir con otros. Transmitir, comunicar y reafirmarte; mi existencia carece de otro significado que no sea la transmutación de estas tres palabras en una realidad tangible. Me gusta hacer una crítica como me gusta tener dinero, sentirme físicamente poderoso o beberme una botella de vino cuando se tercie.
Dejar la huella en el barro y pasar inadvertido, mientras te quedas contigo mismo la mayor parte del tiempo. Nadie lo dice, resulta ramplón y simple admitir cualquier argumento que no responda a una aspiración que sacie el apetito de ganar premios, recibir alguna condecoración, popularizarte en redes y esperar la aprobación externa de un juez retrógrado y antipático que te dice lo bueno o lo malo que eres. Siento genuina aversión hacia las directrices académicas del escritor maduro y experimentado. La zona de confort, trabajada durante años, el valor material del aburguesamiento o posicionarse en la plenitud de un orden sin grietas, despierta en mí una desconfianza de gran tamaño. La grandeza es un proceso interno de reencuentro que deja fuera de combate a la posible discusión sobre lo que es o deja de ser la gran literatura. No muestro más que un intenso desapego hacia ese tipo de coloquios de humo espeso y escritores, tal vez, acomplejados. El fastuoso reconocimiento con olor a peloteo como la crítica de destrucción selectiva, son dos miembros iguales de la hermandad del odio. No tiene nada que ver con el oficio de escritor. Esto que afirmo, con tono lacónico y determinante, es aplicable a la vida común y general, sea usted escritor, fontanero, administrativo, periodista, funcionario de la Administración pública o parado de larga duración.
Arriesgarse o desaparecer, en lugar de seguir disimulando una mediocridad tan dada a rodearse de padrinos literarios junto a los que sacarse una foto que certifique la entrada en la posteridad. Con tan poquito se conforman. Sumisión a la autoridad intelectual, sometimiento a las viejas momias con batuta que dirigen una orquesta disonante de ovejas obedientes. Ocurre en todos los ámbitos de la vida, en todas las instituciones que estructuran eso que llaman orden social; un juego adulto de hipocresías que se desarrolla sin gracia, en un circo tierno, triste e inevitable, y en el que nadie es realmente quien dice ser.
Poner la atención en el veredicto público de un jurado que nos entregue un pasaporte a la élite, es una definición bastante acertada del fracaso. Nunca como ahora la persistente necesidad de aprobación había alcanzado un grado tan exagerado y sorprendente. El derecho a la visibilización se ha convertido en un derecho alejado de cualquier sentido común de la medida.
Todo lo que dices, picador en la mina de los verbos, artesano de la palabra y de un lenguaje que sientes tuyo y que es, básicamente, la extracción cultural de tu vivencia real o imaginada y heredada sin resto de originalidad, por mucho que insistas en que lo que tú escribes es un viaje a una historia creativa desconocida que anunciará la llegada de una renaciente vanguardia.
Grandes y valerosos hombres, valientes y energetizantes mujeres que pelean por sus sueños. Sonreírle a esa piel cuarteada de la estupidez en la que todos los escritores han inventado algo; un trozo de literatura indiscutible, una novela, un poema, un haiku y se felicitan por lograr la confluencia de grandezas creativas no exentas de elegantes traiciones de guante blanco.
Si me callo me enveneno, por eso escribo, sin intención alguna de señalar el camino. Soy libre, no me debo a nadie. La orientación ética del biempensante en la boca de los políticos de turno o en los ciudadanos de a pie que viven obstinados queriendo confirmar, ante sí mismos, que están en lo correcto. La actual ética establecida me resulta pomposa y relamida, no me sirve ni para entretenerme un rato mientras combato el aburrimiento de un domingo por la tarde. Vengo de vuelta y concluyo que el regreso de esa vuelta tampoco conduce a ningún sitio con especial sentido. El paso de los días, de las semanas, de los meses y de los años crea una impresión tan honda que te haces mayor sin darte cuenta, anulas la palpable evidencia de los lentos deterioros y te pones a trabajar en lo que realmente te gusta como un jabato.
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