Lo mejor de todo es haberme dado cuenta. Una vez superado el escepticismo de negar la realidad y habiéndome librado de las garras de la necesidad de comulgar indispensablemente con alguna doctrina, siento que lo único que me queda es vivir largo y ancho. Soy un hombre de acción y me pongo ello.
Acabé con las batallitas de iluminado y con las acaloradas discusiones repletas de expresiones tamizadas de odio de baja intensidad y experimenté el temblor de la onda expansiva cuando salté la valla, y con la punta de un alfiler, pinché la burbuja para que salieran despedidos los escombros encapsulados de una civilización de filias y fobias, de pertenencias y adictivos automatismos. Supe entonces, que ya nada sería como antes. La vida dio un vuelco y la vulnerable razón que me mantiene en pie es una capital mayor en la que se terminan de calcinar, por sí solos, los mapas del mundo que me enseñaron el camino.
Ya nada será igual. Es imposible. Ojalá fuera capaz de hacer una autocaricatura de mi juventud como un traje a mi medida sin parecer que me he convertido en el personaje de un cómic. Sin embargo, justo en el momento en el que escribo esta columna, percibo que circula por el entorno de mis anhelos la recuperación del niño interior caprichoso e impertinente o que se rehabilita el joven exultante y cabreado que se deja seducir por la chica morena de los ojos almendrados. La verificación del deseo de resistencia, mientras pasan los años, te da la medida de una gran incongruencia porque, tal vez, sea un tanto más sencillo aceptar, colgar las botas, tirar la toalla o entregar la cuchara.
No hay nada más revitalizante que la música, el baile, los placeres del cuerpo o pensar en que tengo un futuro. Todo esto que digo parece ciertamente evidente cuando uno está tan cerca de los 50 y toma aire antes de darse cuenta que el tiempo es un gran cabrón; te hace un regalazo y luego convierte tu vida en un latifundio del pasado con un futuro menguante.
Ya nada será igual. Nada puede volver a ser lo mismo después de una erupción volcánica y de que la enfermedad asome como una luz amenazante en mitad de la noche para no traer nada bueno, haciendo saltar por los aires, todas las estrategias aprendidas, los códigos de seguridad y las contraseñas para acceder al hogar blindado, confortable y sin preocupaciones.
Con todas estas razones cargadas de sinrazón, concluyo que quiero volver a ser joven porque en la juventud nunca había mañana ni muerte y las dolorosas heridas del corazón y de la mente eran reiteradamente aplazadas. Yo fui un perfecto procrastinador. Mi juventud fue procrastinación pura, constante, y en el aplazamiento de la resolución de los grandes asuntos se abría paso un dorado deseo de huida; era el modo más genuino de sentirme un prófugo, un irresponsable. Una manera de ser joven y libre y que ahora recuerdo con cariño en medio de estos años turbulentos de engorrosos tribunales de la edad madura, en los que llegan los balances, los achaques y las cuentas pendientes.
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