Encontrar la inspiración, ponerse a escribir y conquistar un estado de ánimo pletórico que anuncia la anhelada extinción del sufrimiento. Soy un hombre afortunado. Para colmo de bienes, he concluido mi búsqueda espiritual, y ahora, solo tengo que dedicarme a ser feliz y a pegarme la vidorra. Nunca he terminado de entender el aburrimiento, cuando ante nuestros ojos, la vida siempre puede obsequiarnos con alguna batalla que librar. Bajar a las trincheras es un momento delicioso, casi lúbrico, que han convertido, desgraciadamente, en un sótano sin luz; desechando los instintos primitivos que conducen al placer, nos alejan del miedo y despiertan, por lo menos en mí, un apetito de hecatombe verbal y renacimiento de la palabra.
Ha concluido la búsqueda espiritual un hombre como yo, tan desabrido a la hora de nombrar los ornamentos de la decadente espiritualidad que con tanto esplendor exhiben nuestros representantes políticos, obligados, sin ninguna caprichosa razón que les imponga el estado aconfesional en el que vivimos, a vestirse de luto un Viernes Santo, por ejemplo, y ocupar la bancada preferencial de la iglesia reservada para las autoridades. Cierra el acto eucarístico una foto con marco histórico, en la que aparecen las altas instancias del poder político de la isla de La Palma, concejales municipales, todos muy serios y con los brazos extendidos para tapar con las manos sus vergüenzas, el párroco titular de la iglesia y un teniente coronel de la Guardia Civil con lustroso tricornio para la ocasión. Imagen ridícula y aporte gráfico que ilustra un recuerdo trasnochado del nacionalcatolicismo de antaño, o como viajar en el tiempo a 1950. Está claro que del fuego asesino de la estupidez nadie está a salvo.
Hace tiempo que descubrí que mi paz interior nada tiene que ver con el orden social y las normas. Ante esta revelación puse cara de pasmado, me sentí extraño e incluso mentalmente perturbado, y empecé a considerar que mi rebeldía tenía un sentido y una finalidad clara, concediéndole a mi carácter insaciablemente inconformista el valor de la intrascendencia. Grandioso es el templo de la insignificancia; semilla de la verdadera espiritualidad. Ya solo me falta ponerme la sotana y predicar una homilía como lo haría un verdadero sacerdote, joven, resultón y progresista hasta la sepultura.
Cumplir años es un regalo en forma de evidente pérdida del pudor que te lleva de la mano hacia la apertura del paraíso de la libertad, sin miedos fúnebres a probables persecuciones y ninguneos sociales.
Pero vayamos al grano. Estamos a las puertas de vivir en La Palma un verano apasionante. Un derroche de vida va a desgarrar, por fin, las cuerdas malvadas de la fatalidad. Como pueblo digno que somos merecemos el sacramento de la fiesta con su fecunda promoción de alegría, gracias a nuestros políticos, a las empresas amigas del presidente que organizan eventos y a sus patrocinadores. Este año, en la agenda fiestera, figuran fechas destacadas en las que viviremos la masiva expresión de la fe que mueve montañas hacia la imagen eterna de la patrona de La Palma, y que nuestros políticos, reducen a un elemento meramente accesorio que adorna su vanidad de mandatarios. Qué lástima. Un pueblo cristiano que venera a la virgen debe ser tratado con el debido respeto.
La devoción por la Virgen de las Nieves es un fenómeno social de amplia transversalidad, a pesar de los políticos e incluso de los curas, a lo que cabría añadir que, por fortuna, la inclinación fervorosa hacia cualquier figura de la amplia imaginería cristiana, desde hace décadas, superó el régimen de incompatibilidades y convive, con total naturalidad, con la posesión del líquido elemento alcohólico. Se presenta, por lo tanto, un verano en el que surcaremos los mares de nuestro derecho al exceso navegando en el cayuco de la borrachera, la anestesia del licor dulce u otros estupefacientes, siempre y cuando no esté bien abierto el ojo, generalmente miope, de la pasma.
Yo, que fui acompañante de mi abuelo en las procesiones del pueblo de mis padres, puedo concluir que mi cristianismo sentimental es válido y auténtico, silencioso e íntimo, y sobre 1983, un atajo para sentir el amor por aquel señor que era mi abuelo y que murió hace casi 30 años. Una legión sin armas y sin fanatismos, con la retina de la fe exenta de desprendimientos que te vuelvan loco y ciego, cojo, tuerto e inútil. Una cosa es creer y otra entender que la cristiandad ha de ser una romería propagandística en la que los ejercicios espirituales escasean, porque la profundidad de los vericuetos de la fe, provoca inquietud temerosa y desgana. Todo hacia fuera, nada hacia dentro. El esplendor del espectáculo es una droga insustituible. Atrapar momentos de una intensidad emocional sin precedentes frente a la imagen de la patrona, madre y señora de todos los palmeros, grabarlos para retuitearlos, instagramizarlos y publicarlos en los principales tablones de las redes sociales. Drogados, anestesiados y perturbados. Así estamos.
Mi ánimo ha tornado hacia el deseo de abordar una repentina espiritualidad que conquista hasta los confines más desconocidos de mi ser. Me siento perplejo. Me elevo. Estamos ante una revelación política: el insularcatolicismo, o como asegura mi querido amigo Javier Mérida, maestro del excentricismo y creador de agudas ocurrencias, estamos ante una revelación mayor que implica un mayor dislate: el virgencandelarismo. Un término que señala la invención de un fenómeno basado en una manifestación colectiva, que no mayoritaria, nacida en Tenerife hace treinta años, gracias a la genialidad de sus autores intelectuales, quienes no entienden de corpus teórico sino de propaganda política. Pasear a la Virgen de Candelaria por algunos municipios de Tenerife significó fortalecer las raíces culturales del pueblo tinerfeño y, por ende, del canario. Pobres de espíritu son todos aquellos descreídos, agnósticos y militantes ateos que no participan de tales romerías y viven desconectados y sin rumbo, sin referencias, desubicados y sin alma, tristes y muertos de frío en la capital de la provincia del abandono.
En La Palma, durante el próximo mes de octubre y noviembre, pasearemos a la Virgen de las Nieves por los catorce municipios de la isla. «Caminaremos desde lo más profundo de lo que somos como pueblo», según el señor alcalde de un municipio de La Palma. Lo más profundo de lo que somos es una imposición cultural maquillada con los brillos horteras del populismo identitario, y con la que tenemos que comulgar, al parecer, todos los habitantes, nacidos o no en esta isla, porque ese «todos» nos incluye obligatoriamente y no considera la existencia de un segmento de la población que no asocia sus sentimientos de identidad y pertenencia a los clásicos elementos de identificación patria de fácil digestión.
Las sucursales insulares y municipales de la Gran Coalición lo han vuelto a hacer. La Virgen de las Nieves sufre una nueva instrumentalización política. La manipulación de los símbolos es siempre un penúltimo cartucho eficiente; renueva las simpatías del pueblo liso y llano y suma opciones para perpetuarse en el poder. Lo que haya que hacer se hará. No sé si asustarme, reírme o llorar ante tanta tosquedad, falta de brillo y mediocridad.
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